La luz del sol temblaba en el horizonte, sonrojándose y escondiéndose de la hermosa Dama Blanca y sus titilantes lágrimas, dueña de la oscuridad. El pueblo que se extendía a sus pies estaba entrando poco a poco en el silencio del sueño, con la reconfortante calidez que da el fuego del hogar tras un arduo día de trabajo. Y las sombras se alargaban hasta desaparecer con el crepúsculo, con la llegada de la brisa de la noche.
- Ah, estás aquí - dijo una voz demasiado vieja, demasiado cansada. - tenía que haberlo adivinado, te encanta este lugar. De crío te pasabas las tardes enteras viendo alejarse a las nubes, jugando a ser caballero que vencía al sol cuando éste retrocedía.
- Pocas cosas han cambiado, tío - sonrió - tu aún sigues cuidándome de las sombras.
- Vete, Tristán, huye con ella y aléjate de una muerte segura - su voz era severa - no te he criado para verte morir.
- Tu me has criado tío, me has dado todo lo que tengo, todo lo que soy es un reflejo de vos, si soy valiente es porque vos me enseñasteis a serlo, si soy leal a mi patria, a mi rey, a los míos, es porque seguí vuestros pasos - le miró a los ojos, su determinación era clara como el agua - me distéis la vida, nunca podré devolveros tan grande favor, si no es entregándote mi propia vida.
- Eres joven, tienes una vida de alegría hasta que tengas que enfrentarte a la muerte, una vida llena de amor junto a Iseo - pero su voz temblaba a causa de la emoción.
- Aún después de todo, darías la vida por mí - rió - no temo a la muerte tío, si caigo será defendiendo mi amor más allá de ella. Lucharé por vos, moriré junto a vos.
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